domingo, 5 de octubre de 2014

De La Coctelera a Blogger

El inminente cierre de La Coctelera, lugar donde hasta ahora se alojaba mi blog, me ha obligado a trasladarme a Blogger.
He copiado las entradas del blog anterior. En algunas he conseguido recuperar la fecha de publicación, pero no en otras, por lo que no debéis extrañaros si observáis alguna discordancia en este sentido. Como es lógico, también habrán desaparecido los comentarios que hicisteis en el blog anterior.
Mi agradecimiento a los reponsables de La Coctelera, que siempre resolvieron mis dudas y fueron capaces durante años de mantener una plataforma sencilla y ágil.
En cualquier caso, bienvenidos a este nuevo espacio.



RESEÑA DE "TRES"



La escritora y traductora Montse de la Fuente ha publicado en su blog "Ojalá Paula" una reseña de "Tres". Puedes leerla en este enlace.


NUEVA RESEÑA DE RELATOS TURBIOS



La escritora Elena Casero ha tenido la amabilidad de publicar una reseña de "Relatos turbios" en su blog "Veges tu". Puedes leerla pinchando aquí.
En este enlace encontrarás "Relatos turbios" y el resto de mis obras en Amazon.


ENTREVISTA Y RESEÑA DE "RELATOS TURBIOS"



La escritora Pilar Alberdi ha tenido la amabilidad de reseñar "Relatos turbios". Reseña que acompaña de una breve entrevista. Gracias, Pilar.
Puedes leerlo pinchando aquí.


MIS LIBROS EN AMAZON KINDLE



Puedes verlos, e incluso comprarlos, pinchando aquí.
También los tienes en el lateral de la página.

martes, 30 de septiembre de 2014

SOLAZ




Rodeo el chaflán y aminoro el paso. Me deshago del palo de béisbol. Por fin he dado esquinazo al coche patrulla. No sé de dónde narices surgió tras propinarle la tunda al jodido negro. Elevo las solapas de la trinchera y cobijo mis manos en los bolsillos. Deambulo sin rumbo aparente. La noche es hermética, confusa, tensa. Una puta se aproxima. «¿Pistola o navaja?», me cuestiono con ironía. Acaricio la tersura del arma blanca mientras una ingrávida sacudida agita mi espinazo. Sudo profusamente. «Treinta euros por una mamada», dice, oteando inquieta en rededor. Insinúo con una mueca la hondura del callejón. Titubea recelosa y asiente. Nos disipamos traspasando una bruma imprecisa y se postra ante mí. Hurga en mi bragueta con sus dedos nervudos, toscos. Luego aplica la lengua traviesa, los labios pulposos... Cuando vacía el énfasis de mis latidos, alza su mirada encogida esperando inútilmente un mohín de aquiescencia. Aprieto entonces los dientes y hundo la navaja en su garganta. Una..., dos..., tres veces. Se orina. Sus lamentos desconsolados me obligan a cegarle la boca hasta que se desmorona sobre un lodazal de sangre. Convulsiona. Le arrebato el gabán y ella exhibe su patética desnudez. Nauseabundo; luce un trasero carnoso, sucio y rosado como el culo de un cerdo. Vuelvo a escuchar la sirena. ¡Mierda!, nunca adivino por qué flanco aparecerán. Es inútil tratar de escapar; el pasaje carece de salida. Los faros se detienen, me alumbran. Permanezco inerte. Se apea un madero y camina pausadamente hacia mí, sorteando el  puto cadáver. Porta un arma en su mano derecha. Ríe con semblante cruel, mostrando una boca mellada que acentúa la inclemencia en sus ojos de ofidio. Me aferra los huevos. «¡Escoria!», vocifera. Con el cañón relame mi rostro. No puedo darle ninguna ventaja: le disparo en el vientre a bocajarro. Su cuerpo se derrumba sobre los muslos de la ramera. Lo remato con un tiro entre las cejas. Ahora soy yo  quien  sonríe, aunque no puedo bajar la guardia. Las luces del vehículo resplandecen, me ciegan. Una turba de ratas de cloaca bulle en tropel a mis pies. Supuestamente no tenemos compañía, sólo una luna turbia, dos fiambres y yo. Y el silencio de los muertos. Mas la vida juega malas pasadas, así que me arrimo al coche prevenido, aguardando una pronta detonación que me horade las entrañas. Está vacío. Monto y arranco. Las cabriolas del auto resultan fascinantes. Maniobro embistiendo muros, soslayando en vano contenedores que desparraman sus inmundicias. Rebaso la travesía a toda prisa. Los chaperos del parque me contemplan insolentes. «¡Hatajo de maricones!», farfullo encorajinado. Doblo el volante y arremeto contra ellos. Corren despavoridos hasta resguardarse entre las impenetrables sombras de la arboleda. El más canijo se rezaga; evidencia una ridícula deformidad. Pierde su muleta y cae. Se pliega como un gusano sobre el asfalto. Gimotea atemorizado implorando compasión. Excitado, acelero y advierto el rechinar de la osamenta bajo los neumáticos que prensan su cabeza.

***

 —¿Nos vamos ya o qué? —La voz de mamá, siempre inoportuna, me sobresalta—. Van a cerrar enseguida el centro comercial.

¡Jo, mami! Un ratito más, por favor. Me encanta este videojuego.

Vale..., me acerco a la peluquería para coger hora y regreso ahora mismo. Sigue portándote así de bien, cariño —susurra suavemente junto a mi mejilla—. Y no hables con desconocidos.

Aparto la cara rehuyendo el aire de ternura que le corrompe el aliento. Es estúpida y no se siente aludida; me besa. Se da media vuelta empujando un carrito atiborrado hasta los topes. Me abstraigo en las curvas grotescas de su ingente trasero. Lo imagino carnoso, sucio y rosado, como el culo de un cerdo. Pulso new game.

Reseña de "El dulce aroma de la madreselva"

Publicado el 3 de junio de 2011

Reseña publicada en el suplemento cultural Posdata del diario Levante.


ALGUIEN TE ESTÁ MIRANDO
Andrés Pau


Manuel Merenciano (Albacete, 1960; residente en Valencia desde 1972) es licenciado en Medicina y Cirugía, mas no ejerce la medicina clínica sino la actividad docente. Es un decir, porque la presente novela es una disección —si prefieren, autopsia— despiadada, distante y muy divertida de eso que se suele denominar condición humana. Nada menos: la envidia, el amor y el desamor, la venganza, el odio, la ternura, el deseo, la frustración... Como diría un moralista, lo mejor y lo peor que podemos ofrecer las personas.

Estamos en el espacio de una urbanización en ciernes, un poco antes de que a todo el mundo le diera por vivir fuera de la ciudad. Una pareja —Javier y Berta— con un bebé compra un chalet y se dispone a disfrutar de su condición de propietarios que, como todos sabemos, es una de las mayores ambiciones del ser humano. A partir de un flash-back tras el primer capítulo, narrado con una beatífica placidez, similar al escalofriante final de Terciopelo azul, los lectores nos situamos en el momento en que empezó todo.

Javier y Berta tienen unos vecinos como mínimo curiosos: de un lado, un matrimonio maduro cuyo hombre es un piratón del negocio inmobiliario que atraviesa por una profunda crisis; su esposa alimenta su obesidad con toneladas de pipas de girasol y litros de ginebra. Del otro, una pareja joven con un niño pequeño que podría ser el germen de una amistad duradera: un escritor endiosado que vive de su mujer y juega a situarse más allá del bien y del mal y su esposa, que le detesta.

Sin embargo, nadie es lo que parece; al menos nadie que se someta al microscopio del narrador, un mirón que hace del estilo indirecto libre su instrumento para descuartizar la privacidad de los vecinos. Un narrador que trata a sus personajes con una mezcla de paternalismo amable —muy al principio— y poco a poco los observa desde un desprecio teñido de ese humor negro tan propio de la tradición literaria española. Nadie, decíamos, es lo que parece a ojos de los demás; sin embargo, nosotros, los lectores, conocemos las miserias casi al milímetro, y podemos disfrutar de ellas como niños manejando esos aparatos absurdos que trajinan hoy en día, aun en la bañera. Somos, por decirlo de un modo gráfico, dueños de sus actos, puesto que sabemos que casi siempre obran por error, esto es, actuando de forma equivocada y asesinando —sí, hay sangre, y de la buena— a quien no deben o, peor aún, por unas causas erróneas.

Así, la placidez de una urbanización todavía no demasiado urbana, deviene un infierno de dimensiones dantescas para sus habitantes. Nosotros, malvados y morbosos espectadores del desasosiego creciente de las criaturas que pululan por El dulce aroma de la madreselva, nos relamemos con gozo ante sus tribulaciones, de tal magnitud que le quitarían el sueño al más pintado. Manuel Merenciano construye en su primera novela un micromundo putrefacto desde el principio, donde las aguas fecales —y no es metáfora— se convierten en el protagonista indudable del relato. Unas aguas fecales que, cada vez más, inundan las vidas de los personajes, habitantes de unos espacios atestados de ambientadores florales.

Podríamos leer El dulce aroma de la madreselva en distintas claves, por supuesto. En cambio, preferimos fijar nuestra atención en una fábula cruel acerca de la forma de vida —copiada del gran modelo gringo— de nuestras clases más o menos acomodadas y, en relación directamente proporcional, más o menos putrefactas. Si no temen reírse de las desdichas ajenas, es más, si disfrutan con ello porque los personajes se lo merecen, no deberían dejar pasar esta novela. Palabra.


Disponible en formato ebook.