Rodeo el chaflán y
aminoro el paso. Me deshago del palo de béisbol. Por fin he dado esquinazo al
coche patrulla. No sé de dónde narices surgió tras propinarle la tunda al
jodido negro. Elevo las solapas de la trinchera y cobijo mis manos en los
bolsillos. Deambulo sin rumbo aparente. La noche es hermética, confusa, tensa.
Una puta se aproxima. «¿Pistola o navaja?», me cuestiono con ironía. Acaricio
la tersura del arma blanca mientras una ingrávida sacudida agita mi espinazo.
Sudo profusamente. «Treinta euros por una mamada», dice, oteando inquieta en
rededor. Insinúo con una mueca la hondura del callejón. Titubea recelosa y
asiente. Nos disipamos traspasando una bruma imprecisa y se postra ante mí.
Hurga en mi bragueta con sus dedos nervudos, toscos. Luego aplica la lengua
traviesa, los labios pulposos... Cuando vacía el énfasis de mis latidos, alza
su mirada encogida esperando inútilmente un mohín de aquiescencia. Aprieto
entonces los dientes y hundo la navaja en su garganta. Una..., dos..., tres
veces. Se orina. Sus lamentos desconsolados me obligan a cegarle la boca hasta
que se desmorona sobre un lodazal de sangre. Convulsiona. Le arrebato el gabán
y ella exhibe su patética desnudez. Nauseabundo; luce un trasero carnoso, sucio
y rosado como el culo de un cerdo. Vuelvo a escuchar la sirena. ¡Mierda!, nunca
adivino por qué flanco aparecerán. Es inútil tratar de escapar; el pasaje
carece de salida. Los faros se detienen, me alumbran. Permanezco inerte. Se
apea un madero y camina pausadamente hacia mí, sorteando el puto
cadáver. Porta un arma en su mano derecha. Ríe con semblante cruel, mostrando
una boca mellada que acentúa la inclemencia en sus ojos de ofidio. Me aferra
los huevos. «¡Escoria!», vocifera. Con el cañón relame mi rostro. No puedo
darle ninguna ventaja: le disparo en el vientre a bocajarro. Su cuerpo se
derrumba sobre los muslos de la ramera. Lo remato con un tiro entre las cejas.
Ahora soy yo quien sonríe, aunque no puedo bajar la guardia. Las
luces del vehículo resplandecen, me ciegan. Una turba de ratas de cloaca bulle en tropel a mis pies. Supuestamente no tenemos compañía, sólo una luna
turbia, dos fiambres y yo. Y el silencio de los muertos. Mas la vida juega
malas pasadas, así que me arrimo al coche prevenido, aguardando una pronta detonación
que me horade las entrañas. Está vacío. Monto y arranco. Las cabriolas del auto
resultan fascinantes. Maniobro embistiendo muros, soslayando en vano
contenedores que desparraman sus inmundicias. Rebaso la travesía a toda prisa.
Los chaperos del parque me contemplan insolentes. «¡Hatajo de maricones!»,
farfullo encorajinado. Doblo el volante y arremeto contra ellos. Corren
despavoridos hasta resguardarse entre las impenetrables sombras de la arboleda.
El más canijo se rezaga; evidencia una ridícula deformidad. Pierde su muleta y
cae. Se pliega como un gusano sobre el asfalto. Gimotea atemorizado implorando
compasión. Excitado, acelero y advierto el rechinar de la osamenta bajo los
neumáticos que prensan su cabeza.
***
—¿Nos vamos ya o qué? —La voz de mamá,
siempre inoportuna, me sobresalta—. Van a cerrar enseguida el centro comercial.
—¡Jo, mami!
Un ratito más, por favor. Me encanta este videojuego.
—Vale..., me
acerco a la peluquería para coger hora y regreso ahora mismo. Sigue portándote
así de bien, cariño —susurra suavemente junto a mi mejilla—. Y no hables con
desconocidos.
Aparto la
cara rehuyendo el aire de ternura que le corrompe el aliento. Es estúpida y no
se siente aludida; me besa. Se da media vuelta empujando un carrito atiborrado
hasta los topes. Me abstraigo en las curvas grotescas de su ingente trasero. Lo
imagino carnoso, sucio y rosado, como el culo de un cerdo. Pulso new game.