martes, 30 de septiembre de 2014

OFICIOS DE UN SOFISTA








OFICIOS DE UN SOFISTA
Accésit de Relato en el I Certamen de Arte Iberoamericano de la Fundación Patronato Príncipe de Asturias (OMC)

(INCLUIDO EN LA EDICIÓN AMPLIADA DE "RELATOS TURBIOS", eBook- Kindle de Amazon)

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     -Verán, señores; no me voy a andar con rodeos: necesito el trabajo.

     -Está bien; pero..., al menos, sabrá usted algo de Filosofía. Para este encargo se requiere una sólida formación. Tampoco hemos comentado nada acerca de su currículum. En la agencia nos han asegurado que, tras un riguroso procedimiento de selección entre un centenar de aspirantes, ha obtenido el número uno, y que su historial puede calificarse, en líneas generales, de intachable. Pero recuerde que somos nosotros quienes tenemos la última palabra

     -Por supuesto; ustedes han de cumplir bien con su trabajo. En realidad, hasta ahora no he mencionado mi currículum por simple temor a ser tomado por un presuntuoso. Y nada se aleja más de mis intenciones. Me considero una persona humilde, aun a sabiendas de que la humildad no es una virtud siempre reconocida como tal. En no pocos sistemas filosóficos ha sido cuestionada hasta el punto de ser juzgada como una debilidad en la afirmación del propio ser. Sin embargo, desde mi concepción, la humildad consiste en ser conscientes de nuestras limitaciones e insuficiencias y en proceder de forma coherente con tal conciencia. La humildad es la sabiduría de lo que no somos y de lo que no podemos llegar a ser, la razón de aceptar nuestro real nivel evolutivo. En cualquier caso, y dado que ustedes mismos lo han sacado a relucir, deben saber que no es la primera vez que logro alcanzar el número uno en un proceso de selección. También fui el elegido por la agencia para la plaza de maniquí de pruebas de choque (crash test dummy, como lo denominamos en el argot profesional, y aprovecho, eso sí, para hacerles ver que mi adiestramiento en lo que a idiomas se refiere no es un asunto a menospreciar). En aquella ocasión me exigieron un riguroso ensayo sobre la relación existente entre Filosofía y Tecnología, para lo cual tuve que articular dos teorías básicas de aprendizaje: la empírica y la ecléctica. Los demás candidatos, a mi modesto entender, no tenían ni idea. Y no se crean que al final resulta un oficio fácil ni exento de peligros. Ya saben: se trata de hacer de muñeco simulador de accidentes de tráfico. Te meten en un coche destartalado y a continuación lo estampan a más de cien kilómetros por hora contra un poste de hormigón. Con y sin cinturón de seguridad, para comparar. En un segundo experimento te despeñan por un terraplén haciendo dar al vehículo diez o doce vueltas de campana. Con y sin airbag, para volver a contrastar. Luego procesan con un ordenador las imágenes grabadas y las van retocando hasta que te dan el aspecto de un maniquí de plástico; así a la gente no se le atraganta el bocado cuando ve el reportaje en algún programa de televisión, generalmente a la hora del telediario. Yo me suelo entretener tratando de reconocerme en uno de esos monigotes. Muchos piensan que son todos iguales, clones sintéticos elaborados en serie en alguna fábrica de productos recauchutados. Sin embargo, no tienen más que poner un poco de atención y descubrirán en cada uno de ellos sus rasgos distintivos. En mi caso, soy el muñeco que sale siempre con el ceño fruncido y la mirada licuada en el poste. Son pequeños gestos que me ayudan a concentrarme para tratar de minimizar los efectos del golpe. El trabajo no está mal remunerado, y no digamos si tienes la fortuna de sufrir la fractura de un hueso o el estallido de algún órgano vital y precisar así varias semanas de hospitalización, por aquello de la compensación del seguro, ¿saben? No obstante, si te descuidas un poco, te puede costar un serio disgusto. Fíjense, si no, en estas cicatrices.

     -Desde luego, no anda usted parco en cuestiones de Filosofía, y parece que tampoco se amedrenta ante los riesgos inherentes a su actividad profesional. Puede ir quitándose la ropa. Mientras tanto, dígame: ¿qué le hizo abandonar ese empleo?

     -Pues... la verdad es que no me acababa de llenar. Se trataba de un cometido para el que no se requería demasiada capacidad de invención y en el que, siendo objetivos, tampoco era necesaria una persona de mi cualificación. Siempre dijo mi madre (mi verdadera madre) que yo, además de filósofo, sería culo de mal asiento. No se equivocaba; así que no tardé en cambiar de actividad en un intento de hallar algo más creativo. Algo en lo que la noción de trabajo fuera más allá de su magnitud puramente económica y se convirtiera en una verdadera posición antropológica, algo en lo que resultara evidente que el hombre es un ser caracterizado por un principio de movimiento que determina su impulso para la creación, para la transformación de la realidad.  Por eso me decanté por el oficio de feto.

     -¡Ah...!, un primo mío trabajó en eso. Desde entonces no le hemos vuelto a ver el pelo; en realidad ni siquiera sabemos si llegó a nacer. ¿Qué tal su experiencia? Quítese también los calcetines, por favor.

     -Tiene sus más y sus menos, pero, en resumen, se traduce en una práctica reconfortante, créanme. La oferta de trabajo provenía de una pareja muy joven, prácticamente unos adolescentes en plena efervescencia sexual que habían sido pillados por la madre de la chica dándose un buen revolcón. Gente de tradición conservadora, decidieron entre todos que para enmendar tamaño desliz lo mejor sería emprender una temprana paternidad. Con gran disgusto para la madre, por supuesto. Pero a lo hecho, pecho, como remarcó contundentemente cuando, tras mi llegada, detectó en la pareja ciertos indicios de vacilación. Supongo que los chicos aguardaban a alguien de menor edad y, tal vez, de mejor aspecto. Me recibieron sin demasiados formalismos, y con un recelo que eran incapaces de disimular. Algo perfectamente comprensible cuando llaman a tu puerta y un hombre con el rostro cosido de marcas dice que viene por lo del trabajo de feto. Como es lógico, se interesaron minuciosamente por mis anteriores ocupaciones, por mi estado de salud física y mental, y, si bien esperaban alguna carta de recomendación de cualquier otra familia en la que yo ya hubiera practicado de feto, aparcaron a un lado sus dudas al verificar mis conocimientos sobre el sentido metafísico de la existencia desde la hipótesis del "absoluto trascendente". Ellos también concedían gran importancia al saber filosófico y no querían que su hijo pareciera un botarate al uso. Ahora bien, demandaban una condición indispensable: que ejerciera de feto prematuro. Ni los que habían de ser mis padres ni mi futura abuela estaban dispuestos a renunciar a esa vivificante prueba que supone volcarse en cuerpo y alma en los cuidados de una criatura indefensa, pasar las noches en vela mortificándose ante la previsión de un fatal desenlace o la génesis de alguna anomalía irreparable en el desarrollo ulterior del niño, para, definitivamente, conquistar el reconfortante estado de plenitud al que conduce un final feliz de los acontecimientos. Son experiencias muy enriquecedoras que estrechan para siempre los vínculos paterno-filiales, hay que reconocerlo. A mí no sólo no me importaba ser feto prematuro, sino que llegué a tomármelo como un estimulante desafío profesional, por lo que alcanzamos pronto un acuerdo. De modo que, en cuanto la muchacha que había de ser mi madre cerró los ojos, apretó los dientes y abrió las piernas, yo, ayudado por un envite de la que había de ser mi abuela, me embutí desde su regazo hasta el útero materno. Como soy una persona desenvuelta, adopté con facilidad forma de huevo, anidé y allí transcurrieron los seis meses más aburridos de mi vida laboral. Ello no quita que el trabajo requiriese la máxima dedicación. Tenía que estar en permanente alerta para esbozar ligeras sacudidas o dar suaves patadas cada vez que percibía las manos del que había de ser mi padre sobre el vientre de la que sería mi madre. Además, esgrimiendo la excusa de la estimulación precoz, me atormentaron a diario con el sonsonete de Las cuatro estaciones de Vivaldi.

       -¡Qué cabrones! ¿Me acerca el martillo?; lo tiene ahí detrás.

   -No crea; ellos lo hacían de buena fe; pensaban que así favorecerían mi equilibrio emocional y mi progresión intelectual. ¡Tiene narices la cosa! Después, a mis cinco meses de estancia intrauterina, tuve que aguantar la humillación de oír decir al ginecólogo (al hombre que hacía de ginecólogo) que la criatura iba un poco esmirriada y que el sexo no estaba nada claro. Eso sí, me las apañé (y, por favor, no me pregunten cómo) para forzar una rotunda erección durante la siguiente ecografía. "Es niño, sin duda", dijo al fin la voz ronca del que hacía de facultativo. Los que habían de ser mis padres y la que iba a ser mi abuela se mostraron muy satisfechos y comentaron que no les hubiera afectado que fuese niña, que lo importante era que lo que viniera, viniera bien. A mí, entonces, me dio por reír, allí mismo, apostado dentro de aquella cálida matriz.

     -¿Y cómo se las apañó durante el parto? Puede ir colocándose sobre la mesa.

     -Fue por cesárea, ¡hombre! La verdad es que ni me enteré; la anestesia me había dejado medio atontado. De todos modos, perduran en mi memoria algunos recuerdos confusos. Aún me parece oír el chillido que dio la joven enfermera (la joven que hacía de enfermera) al verme aparecer con la placenta debajo del brazo. No era para menos; llevaba varios meses sin afeitar (yo, quiero decir), y supongo que tampoco ayudaba demasiado el entramado de suturas que me remienda el cuerpo. Quien no está acostumbrado suele impresionarse. La matrona (la mujer que hacía de matrona), al ver que mi llanto se demoraba, me asestó un puntapié en el trasero y me inquirió con cara de pocos amigos sobre el sentido de la ética y la estética desde la óptica del escolasticismo. ¡Vaya una pregunta simple! Yo creo que iba un poco bebida. En cualquier caso, lo difícil vino después. Pasé un par de meses en la incubadora, doblado como un contorsionista. Para evitar el anquilosamiento de mis articulaciones (ya suficientemente castigadas tras haber permanecido durante tantos meses en impasible posición fetal), por las noches abandonaba durante un buen rato mi diminuto habitáculo y, en compañía de otros prematuros y de un viejo que trabajaba de bebé hidrocefálico, estirábamos un poco las piernas y fumábamos algún que otro pitillo. Menos mal que nadie nos descubrió; podía habernos costado el puesto. Pero prefiero hablar de lo positivo. Cumplí mi faena con absoluta eficiencia. A la octava semana, ya en casa, hice ver mi capacidad para sostener la cabeza levantada, y a los tres meses, como un reloj, inicié la sonrisa social, ante la algarabía y el regocijo de familiares y amigos. Era una sonrisa forzada, perezosa, pero yo tenía que ganarme las habichuelas. En esa época también comencé a emitir pedorretas con la boca e hice un esfuerzo egregio por adquirir el vicio de chuparme el dedo pulgar (vicio que desde entonces no he conseguido abandonar).

     -¿Y por qué dejó esa profesión? Túmbese por completo, haga el favor.

     -¡Uf! Seré sincero. Para la fase de embrión me habían hecho un contrato en prácticas. Creo que al principio no las tenían todas consigo. Pero como acabaron muy complacidos con mi labor de feto, poco antes del nacimiento me firmaron un contrato indefinido de hijo hasta los dieciocho años, con posibilidad de prórroga en caso de retardo en mi proceso de emancipación. Desgraciadamente, no llegué a celebrar con ellos ni mi primer cumpleaños, y miren que lo siento.

     -¿Cómo es eso? Dilate las pupilas, si es tan amable.

    -No conseguí acoplarme correctamente al periodo de lactancia. Mi madre (la muchacha que hacía de mi madre..., la muchacha para la cual yo había trabajado de feto, y ahora de hijo) se quejaba a todas horas de mi avidez en la succión; decía que le hacía daño y que se le estaban inflamando los pezones. Lo siento, era culpa mía: en cuanto agarraba la teta me iba ofuscando yo solo. Pero ella amenazaba constantemente con mi despido. Mi padre (el que hacía de mi padre...., aquél para el cual yo había trabajado de feto, y ahora de hijo) intentó convencerla de que sería mejor optar por la lactancia artificial. Argumentaba que no debían desprenderse de un trabajador con mis capacidades, que sería difícil encontrar a otro que fuera un buen hijo y que, aun estando lleno de cicatrices, desplegara tantos conocimientos sobre Filosofía. Pero ella, mal aconsejada por su madre (para la cual yo trabajaba de nieto), que era más bien una tía borde, se negó categóricamente. No deseaba renunciar a los beneficios fisiológicos y psicológicos que me reportaría la leche materna, ya que eso, según opinaba, hubiera significado una actitud egoísta que le habría forjado un sentimiento de culpa para el resto de su vida. Así que acabó poniéndome de patitas en la calle. Es la única mancha en mi currículum. Sin embargo, no guardé hacia aquella familia ninguna clase de rencor. Se portaron muy bien conmigo y, ellos sí, me facilitaron una carta de recomendación en la que alababan mi buen hacer y ensalzaban mi sabiduría filosófica. Además, fueron generosos y me dejaron llevarme la placenta, pues yo le había tomado un gran apego. Sus referencias me permitieron acceder a diversos puestos de trabajo durante una larga temporada, casi todos ellos de marcado signo social. Hice de pedigüeño en el metro, de amputado en juegos paralímpicos, de animal de experimentación, de exhibicionista en parque urbano... Una infinidad de servicios, pero siempre de carácter provisional. Hasta que al fin conseguí un puesto más estable.

     -¿Cuál fue? Sujéteme el escoplo, si no le importa.

   -Padre de familia desestructurada. Ya ven: paradojas de la vida, menos mal que yo me acomodo rápidamente a cualquier circunstancia. De hecho, desde el punto de vista del cognitivismo, la inteligencia consiste precisamente en eso, en la capacidad de adaptación a las nuevas situaciones, en la facultad de ajustarse al medio natural y social a través de la solución de problemas.

     -¡Joder!, no me diga que ha trabajado de padre de familia desestructurada. Hay que ser temerario. ¿Le importaría ir enfriándose?, si no es molestia.

     -Tiene usted toda la razón. Es un trabajo muy complicado, por eso ahí se accede por concurso oposición. Me cayó en el examen la relación del objeto de la filosofía primera con el Theos como problema para la interpretación de la metafísica aristotélica, lo que había que interrelacionar con el materialismo dialéctico a partir de la idea de que cualquier orden familiar es tan sólo una parte de la superestructura del proceso económico-social y está sometido por completo a la evolución ligada a dicho proceso. Modestia aparte, nuevamente fui el número uno. Nos presentamos dos mil quinientos opositores (gente que trabajaba de opositores) para tan sólo tres plazas. Bueno..., a lo que íbamos: mi situación privilegiada me permitía elegir destino. De manera que, tras estudiar concienzudamente los expedientes, dejé a un lado el materialismo de Marx y Engels (yo me desenvuelvo mucho mejor con los sofistas de la cultura clásica) y rechacé sin ninguna clase de escrúpulos a una familia en la que el que hacía de padre ejercía de alcohólico, y a otra en la que un hombre trabajaba de inmigrante subsahariano en situación de desempleo. De tal suerte que terminé optando por una familia bien, de esas que van a misa los domingos y viven a las afueras en un chalé adosado. Sí, ya lo sé, me estaba aburguesando. Cuál no sería mi sorpresa al presentarme en la dirección indicada y descubrir que se trataba de los mismos que habían sido mis padres adolescentes unos años atrás (de aquéllos para los que yo había hecho de feto, y de hijo, y de nieto). Me recibió la que fue mi madre y me reconoció enseguida, por las cicatrices. No dudó en contratarme al leer su carta de recomendación. Me explicó que en cuanto abandoné mi trabajo (parecía haber olvidado que, en realidad, fue ella quien me echó), recurrieron a la agencia para que les enviara a alguien que hiciera de niño adoptado. No querían volver a empezar con otro que hiciera de feto porque ella seguía muy molesta con el tema de los pezones. Al parecer, el joven que fue mi padre no consiguió adaptarse al nuevo retoño, hacia el cual fue desarrollando una especie de animadversión que evolucionó hacia una notoria inquina. Según aducía, aquel crío no sabía nada de Filosofía, por lo que mi padre (el muchacho para el que yo había hecho de feto, y de hijo) terminó marchándose de casa. Como me tomo muy en serio mi trabajo sentí una intensa desazón, una sensación de angustia y desamparo, al saber que el que había sido mi padre nos había abandonado. Al verme tan apurado, la que fue mi madre me confesó que el que fue mi padre no era en realidad su pareja, sino un empleado que habían contratado en la agencia para que cumpliera tal cometido. Así que, antes de enzarzarse por culpa del niño en discusiones conyugales que no hubieran conducido a ninguna parte, la que fue mi abuela había malmetido para que lo despidieran (al que hacía de yerno y fue mi  padre porque yo había trabajado para él de feto, y de hijo). Por eso eran ahora una familia desestructurada. Mientras atendía sus aclaraciones, un individuo más o menos de mi edad pasó saltando a la pata coja detrás de una pelota. La que fue mi madre le hizo parar en seco, obligándole a saludar. Quería que demostrara ante las visitas que era un niño adoptado bien educado. Luego le informó de que yo había sido su primer hijo (de ella), pero que a partir de ahora sería su padre (de él), pues un padre es una figura que no debe faltar en una familia para evitar que los niños adquieran traumas. Aquel hombre (mi hijo, mi hijastro) y yo nos fundimos entonces en un fuerte abrazo y él se mostró aliviado al saber que iba a tener un padre (uno que hacía de padre) que sabía mucho de Filosofía. Aquella misma noche, mientras lo bañaba, me confesó su admiración hacia mi persona. Dijo que yo era una leyenda en la agencia, un punto de referencia para cualquier buen trabajador que se preciara de serlo.

     -¿Y qué ocurrió en esta ocasión? ¿Su mujer (la que hacía de su mujer) y usted no  compatibilizaban...? Vaya poniéndose lívido, por favor.

        -¡Quia! Claro que compatibilizábamos. No se trata de eso. Los problemas surgieron con el crío (el hombre que sentía admiración por mí y para el que yo hacía de padrastro). Tenía que comportarse como un niño hiperactivo, y yo ya tengo una edad... La muchacha (mi mujer, la que hacía de mi mujer; bueno..., aquella para la que yo trabajaba de segundo marido y para la que anteriormente había sido su feto, y su hijo) lo había empleado no sólo de niño adoptado sino también como hiperactivo, con el propósito de ponerse a sí misma el listón bien alto de forma que su labor de madre abnegada la condujera al nirvana del amor sublimado. Y yo..., ya les digo..., no lo podía soportar. El chiquillo (el hombre) no se estaba quieto ni un momento, me ponía los pelos de punta; pero tampoco quería abandonar aquel trabajo porque me faltaba muy poco para la jubilación y no deseaba estropear con un fracaso mi impecable currículum. Una noche, mientras mis pensamientos divagaban sobre esa ambivalente pulsión que representan el Eros y el Tánatos, se me ocurrió una idea a la que ella accedió de buen grado, pues aunque yo procuraba siempre comportarme como un padre razonable, la que hacía de mi mujer decía que el niño percibía mi sentimiento de rechazo. Por eso firmamos un nuevo contrato. Yo trabajaría de víctima de un crimen. En la agencia -son las normas- me hicieron pasar otro examen que superé sin aprietos explicando la noción estructuralista espiritualista sobre el proceso de la muerte humana en contraposición al fenómeno de la cesación en lo inorgánico argumentado desde el atomismo epicúreo.

     -¡Hay que ver...! Y luego dicen que la carrera de Filosofía carece de salidas en el mundo laboral. Si no tiene inconveniente, puede ir poniéndose rígido.

   -El resto se lo pueden imaginar. Me entregué para que nuestra relación se fuera deteriorando a cada momento. Comencé a hacerle la vida imposible, a encresparla con cualquier tontería. Armamos algún que otro escándalo para que pudieran oírnos los vecinos (los que trabajaban de vecinos). Me busqué una mujer que profesara la tarea de amante (de mi amante) y por las noches llegaba a casa a las tantas, desgreñado y borracho como una cuba. ¡Lo que hay que hacer para desempeñar bien un oficio! Cuando consideré que nuestra relación de pareja se había malogrado suficientemente, le propiné una soberbia paliza al niño (al hombre que hacía de hijo adoptado e hiperactivo y que sentía admiración por mí). Lo hice por cumplir con mi trabajo, aunque la verdad es que le tenía ganas. Fue entonces cuando ella me pegó un tiro. Por eso llevo este agujero en la frente. Siendo ya víctima de un crimen, me presenté en la agencia para que me pagaran lo convenido. Me felicitaron, como tenían por costumbre, por mi probada eficacia y perseverancia. Lo malo es que yo creía que ya estaba en condiciones idóneas para trabajar de jubilado; pero, al repasar los papeles, nos dimos cuenta de que me faltaban un par de días de cotización. Habíamos olvidado un pequeño paréntesis en mi historial laboral durante la época en que hacía de crash test dummy. Y ahí tienen el motivo por el que me propusieron este encargo breve de cadáver para autopsias, que me ha venido como anillo al dedo.

     -¡No hay más que hablar...!, el puesto es suyo. La verdad es que nos ha sorprendido muy gratamente su preparación en idiomas. En lo que a nosotros se refiere, ya estamos listos. No sea impaciente y evite iniciar el proceso de putrefacción. Comenzaremos por serrar la bóveda craneal. Disculpe si nos encuentra un poco torpes; es la primera vez que nos llaman para hacer de médicos forenses. Hasta ayer mismo actuábamos de mascotas exóticas en casa de un notario (de uno que trabajaba de notario). Mi función era de cacatúa, y la de éste, de ornitorrinco.

     -No se preocupen por mí. Toda la vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser más sufre... La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural de dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo y después morir... Lo dijo Schopenhauer, ¿saben? Por cierto, si quieren..., les echo una mano con la autopsia.

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