OFICIOS DE UN SOFISTA
Accésit de Relato en
el I Certamen de Arte Iberoamericano de la Fundación Patronato Príncipe de
Asturias (OMC)
(INCLUIDO EN LA EDICIÓN AMPLIADA DE
"RELATOS TURBIOS", eBook- Kindle de Amazon)
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-Verán, señores; no me voy a andar con rodeos: necesito el trabajo.
-Está bien; pero..., al menos, sabrá usted algo de Filosofía. Para este
encargo se requiere una sólida formación. Tampoco hemos comentado nada acerca
de su currículum. En la agencia nos han asegurado que, tras un riguroso
procedimiento de selección entre un centenar de aspirantes, ha obtenido el
número uno, y que su historial puede calificarse, en líneas generales, de
intachable. Pero recuerde que somos nosotros quienes tenemos la última palabra
-Por supuesto; ustedes han de cumplir bien con su trabajo. En realidad,
hasta ahora no he mencionado mi currículum por simple temor a ser tomado por un
presuntuoso. Y nada se aleja más de mis intenciones. Me considero una persona
humilde, aun a sabiendas de que la humildad no es una virtud siempre reconocida
como tal. En no pocos sistemas filosóficos ha sido cuestionada hasta el punto
de ser juzgada como una debilidad en la afirmación del propio ser. Sin embargo,
desde mi concepción, la humildad consiste en ser conscientes de nuestras
limitaciones e insuficiencias y en proceder de forma coherente con tal
conciencia. La humildad es la sabiduría de lo que no somos y de lo que no
podemos llegar a ser, la razón de aceptar nuestro real nivel evolutivo. En
cualquier caso, y dado que ustedes mismos lo han sacado a relucir, deben saber
que no es la primera vez que logro alcanzar el número uno en un proceso de
selección. También fui el elegido por la agencia para la plaza de maniquí de pruebas
de choque (crash test dummy, como lo denominamos en el argot
profesional, y aprovecho, eso sí, para hacerles ver que mi adiestramiento en lo
que a idiomas se refiere no es un asunto a menospreciar). En aquella ocasión me
exigieron un riguroso ensayo sobre la relación existente entre Filosofía y
Tecnología, para lo cual tuve que articular dos teorías básicas de aprendizaje:
la empírica y la ecléctica. Los demás candidatos, a mi modesto entender, no
tenían ni idea. Y no se crean que al final resulta un oficio fácil ni exento de
peligros. Ya saben: se trata de hacer de muñeco simulador de accidentes de
tráfico. Te meten en un coche destartalado y a continuación lo estampan a más
de cien kilómetros por hora contra un poste de hormigón. Con y sin cinturón de seguridad,
para comparar. En un segundo experimento te despeñan por un terraplén haciendo
dar al vehículo diez o doce vueltas de campana. Con y sin airbag, para volver a
contrastar. Luego procesan con un ordenador las imágenes grabadas y las van
retocando hasta que te dan el aspecto de un maniquí de plástico; así a la gente
no se le atraganta el bocado cuando ve el reportaje en algún programa de
televisión, generalmente a la hora del telediario. Yo me suelo entretener
tratando de reconocerme en uno de esos monigotes. Muchos piensan que son todos
iguales, clones sintéticos elaborados en serie en alguna fábrica de productos
recauchutados. Sin embargo, no tienen más que poner un poco de atención y
descubrirán en cada uno de ellos sus rasgos distintivos. En mi caso, soy el
muñeco que sale siempre con el ceño fruncido y la mirada licuada en el poste.
Son pequeños gestos que me ayudan a concentrarme para tratar de minimizar los
efectos del golpe. El trabajo no está mal remunerado, y no digamos si tienes la
fortuna de sufrir la fractura de un hueso o el estallido de algún órgano vital
y precisar así varias semanas de hospitalización, por aquello de la
compensación del seguro, ¿saben? No obstante, si te descuidas un poco, te puede
costar un serio disgusto. Fíjense, si no, en estas cicatrices.
-Desde luego, no anda usted parco en cuestiones de Filosofía, y parece que
tampoco se amedrenta ante los riesgos inherentes a su actividad profesional.
Puede ir quitándose la ropa. Mientras tanto, dígame: ¿qué le hizo abandonar ese
empleo?
-Pues... la verdad es que no me acababa de llenar. Se trataba de un
cometido para el que no se requería demasiada capacidad de invención y en el
que, siendo objetivos, tampoco era necesaria una persona de mi cualificación.
Siempre dijo mi madre (mi verdadera madre) que yo, además de filósofo, sería
culo de mal asiento. No se equivocaba; así que no tardé en cambiar de actividad
en un intento de hallar algo más creativo. Algo en lo que la noción de trabajo
fuera más allá de su magnitud puramente económica y se convirtiera en una
verdadera posición antropológica, algo en lo que resultara evidente que el
hombre es un ser caracterizado por un principio de movimiento que determina su
impulso para la creación, para la transformación de la realidad. Por eso
me decanté por el oficio de feto.
-¡Ah...!, un primo mío trabajó en eso. Desde entonces no le hemos vuelto a
ver el pelo; en realidad ni siquiera sabemos si llegó a nacer. ¿Qué tal su
experiencia? Quítese también los calcetines, por favor.
-Tiene sus más y sus menos, pero, en resumen, se traduce en una práctica
reconfortante, créanme. La oferta de trabajo provenía de una pareja muy joven,
prácticamente unos adolescentes en plena efervescencia sexual que habían sido
pillados por la madre de la chica dándose un buen revolcón. Gente de tradición
conservadora, decidieron entre todos que para enmendar tamaño desliz lo mejor
sería emprender una temprana paternidad. Con gran disgusto para la madre, por
supuesto. Pero a lo hecho, pecho, como remarcó contundentemente cuando, tras mi
llegada, detectó en la pareja ciertos indicios de vacilación. Supongo que los
chicos aguardaban a alguien de menor edad y, tal vez, de mejor aspecto. Me
recibieron sin demasiados formalismos, y con un recelo que eran incapaces de
disimular. Algo perfectamente comprensible cuando llaman a tu puerta y un
hombre con el rostro cosido de marcas dice que viene por lo del trabajo de
feto. Como es lógico, se interesaron minuciosamente por mis anteriores
ocupaciones, por mi estado de salud física y mental, y, si bien esperaban
alguna carta de recomendación de cualquier otra familia en la que yo ya hubiera
practicado de feto, aparcaron a un lado sus dudas al verificar mis
conocimientos sobre el sentido metafísico de la existencia desde la hipótesis
del "absoluto trascendente". Ellos también concedían gran importancia
al saber filosófico y no querían que su hijo pareciera un botarate al uso.
Ahora bien, demandaban una condición indispensable: que ejerciera de feto
prematuro. Ni los que habían de ser mis padres ni mi futura abuela estaban
dispuestos a renunciar a esa vivificante prueba que supone volcarse en cuerpo y
alma en los cuidados de una criatura indefensa, pasar las noches en vela
mortificándose ante la previsión de un fatal desenlace o la génesis de alguna
anomalía irreparable en el desarrollo ulterior del niño, para, definitivamente,
conquistar el reconfortante estado de plenitud al que conduce un final feliz de
los acontecimientos. Son experiencias muy enriquecedoras que estrechan para
siempre los vínculos paterno-filiales, hay que reconocerlo. A mí no sólo no me
importaba ser feto prematuro, sino que llegué a tomármelo como un estimulante
desafío profesional, por lo que alcanzamos pronto un acuerdo. De modo que, en
cuanto la muchacha que había de ser mi madre cerró los ojos, apretó los dientes
y abrió las piernas, yo, ayudado por un envite de la que había de ser mi
abuela, me embutí desde su regazo hasta el útero materno. Como soy una persona
desenvuelta, adopté con facilidad forma de huevo, anidé y allí transcurrieron
los seis meses más aburridos de mi vida laboral. Ello no quita que el trabajo
requiriese la máxima dedicación. Tenía que estar en permanente alerta para
esbozar ligeras sacudidas o dar suaves patadas cada vez que percibía las manos
del que había de ser mi padre sobre el vientre de la que sería mi madre.
Además, esgrimiendo la excusa de la estimulación precoz, me atormentaron a
diario con el sonsonete de Las cuatro estaciones de Vivaldi.
-¡Qué cabrones! ¿Me acerca el martillo?; lo tiene ahí detrás.
-No crea; ellos lo hacían de buena fe; pensaban que así favorecerían mi
equilibrio emocional y mi progresión intelectual. ¡Tiene narices la cosa!
Después, a mis cinco meses de estancia intrauterina, tuve que aguantar la
humillación de oír decir al ginecólogo (al hombre que hacía de ginecólogo) que
la criatura iba un poco esmirriada y que el sexo no estaba nada claro. Eso sí,
me las apañé (y, por favor, no me pregunten cómo) para forzar una rotunda
erección durante la siguiente ecografía. "Es niño, sin duda", dijo al
fin la voz ronca del que hacía de facultativo. Los que habían de ser mis padres
y la que iba a ser mi abuela se mostraron muy satisfechos y comentaron que no
les hubiera afectado que fuese niña, que lo importante era que lo que viniera,
viniera bien. A mí, entonces, me dio por reír, allí mismo, apostado dentro de
aquella cálida matriz.
-¿Y cómo se las apañó durante el parto? Puede ir colocándose sobre la mesa.
-Fue por cesárea, ¡hombre! La verdad es que ni me enteré; la anestesia me
había dejado medio atontado. De todos modos, perduran en mi memoria algunos
recuerdos confusos. Aún me parece oír el chillido que dio la joven enfermera
(la joven que hacía de enfermera) al verme aparecer con la placenta debajo del
brazo. No era para menos; llevaba varios meses sin afeitar (yo, quiero decir),
y supongo que tampoco ayudaba demasiado el entramado de suturas que me remienda
el cuerpo. Quien no está acostumbrado suele impresionarse. La matrona (la mujer
que hacía de matrona), al ver que mi llanto se demoraba, me asestó un puntapié
en el trasero y me inquirió con cara de pocos amigos sobre el sentido de la
ética y la estética desde la óptica del escolasticismo. ¡Vaya una pregunta
simple! Yo creo que iba un poco bebida. En cualquier caso, lo difícil vino
después. Pasé un par de meses en la incubadora, doblado como un contorsionista.
Para evitar el anquilosamiento de mis articulaciones (ya suficientemente
castigadas tras haber permanecido durante tantos meses en impasible posición
fetal), por las noches abandonaba durante un buen rato mi diminuto habitáculo
y, en compañía de otros prematuros y de un viejo que trabajaba de bebé
hidrocefálico, estirábamos un poco las piernas y fumábamos algún que otro
pitillo. Menos mal que nadie nos descubrió; podía habernos costado el puesto.
Pero prefiero hablar de lo positivo. Cumplí mi faena con absoluta eficiencia. A
la octava semana, ya en casa, hice ver mi capacidad para sostener la cabeza
levantada, y a los tres meses, como un reloj, inicié la sonrisa social, ante la
algarabía y el regocijo de familiares y amigos. Era una sonrisa forzada,
perezosa, pero yo tenía que ganarme las habichuelas. En esa época también
comencé a emitir pedorretas con la boca e hice un esfuerzo egregio por adquirir
el vicio de chuparme el dedo pulgar (vicio que desde entonces no he conseguido
abandonar).
-¿Y por qué dejó esa profesión? Túmbese por completo, haga el favor.
-¡Uf! Seré sincero. Para la fase de embrión me habían hecho un contrato en
prácticas. Creo que al principio no las tenían todas consigo. Pero como
acabaron muy complacidos con mi labor de feto, poco antes del nacimiento me
firmaron un contrato indefinido de hijo hasta los dieciocho años, con
posibilidad de prórroga en caso de retardo en mi proceso de emancipación. Desgraciadamente,
no llegué a celebrar con ellos ni mi primer cumpleaños, y miren que lo siento.
-¿Cómo es eso? Dilate las pupilas, si es tan amable.
-No conseguí acoplarme correctamente al periodo de lactancia. Mi madre (la
muchacha que hacía de mi madre..., la muchacha para la cual yo había trabajado
de feto, y ahora de hijo) se quejaba a todas horas de mi avidez en la succión;
decía que le hacía daño y que se le estaban inflamando los pezones. Lo siento,
era culpa mía: en cuanto agarraba la teta me iba ofuscando yo solo. Pero ella
amenazaba constantemente con mi despido. Mi padre (el que hacía de mi
padre...., aquél para el cual yo había trabajado de feto, y ahora de hijo)
intentó convencerla de que sería mejor optar por la lactancia artificial.
Argumentaba que no debían desprenderse de un trabajador con mis capacidades,
que sería difícil encontrar a otro que fuera un buen hijo y que, aun estando
lleno de cicatrices, desplegara tantos conocimientos sobre Filosofía. Pero
ella, mal aconsejada por su madre (para la cual yo trabajaba de nieto), que era
más bien una tía borde, se negó categóricamente. No deseaba renunciar a los
beneficios fisiológicos y psicológicos que me reportaría la leche materna, ya
que eso, según opinaba, hubiera significado una actitud egoísta que le habría
forjado un sentimiento de culpa para el resto de su vida. Así que acabó
poniéndome de patitas en la calle. Es la única mancha en mi currículum. Sin
embargo, no guardé hacia aquella familia ninguna clase de rencor. Se portaron
muy bien conmigo y, ellos sí, me facilitaron una carta de recomendación en la
que alababan mi buen hacer y ensalzaban mi sabiduría filosófica. Además, fueron
generosos y me dejaron llevarme la placenta, pues yo le había tomado un gran
apego. Sus referencias me permitieron acceder a diversos puestos de trabajo
durante una larga temporada, casi todos ellos de marcado signo social. Hice de
pedigüeño en el metro, de amputado en juegos paralímpicos, de animal de
experimentación, de exhibicionista en parque urbano... Una infinidad de
servicios, pero siempre de carácter provisional. Hasta que al fin conseguí un
puesto más estable.
-¿Cuál fue? Sujéteme el escoplo, si no le importa.
-Padre de familia desestructurada. Ya ven: paradojas de la vida, menos mal
que yo me acomodo rápidamente a cualquier circunstancia. De hecho, desde el
punto de vista del cognitivismo, la inteligencia consiste precisamente en eso,
en la capacidad de adaptación a las nuevas situaciones, en la facultad de
ajustarse al medio natural y social a través de la solución de problemas.
-¡Joder!, no me diga que ha trabajado de padre de familia desestructurada.
Hay que ser temerario. ¿Le importaría ir enfriándose?, si no es molestia.
-Tiene usted toda la razón. Es un trabajo muy complicado, por eso ahí se
accede por concurso oposición. Me cayó en el examen la relación del objeto de
la filosofía primera con el Theos como problema para la interpretación de la
metafísica aristotélica, lo que había que interrelacionar con el materialismo
dialéctico a partir de la idea de que cualquier orden familiar es tan sólo una
parte de la superestructura del proceso económico-social y está sometido por
completo a la evolución ligada a dicho proceso. Modestia aparte, nuevamente fui
el número uno. Nos presentamos dos mil quinientos opositores (gente que
trabajaba de opositores) para tan sólo tres plazas. Bueno..., a lo que íbamos:
mi situación privilegiada me permitía elegir destino. De manera que, tras
estudiar concienzudamente los expedientes, dejé a un lado el materialismo de
Marx y Engels (yo me desenvuelvo mucho mejor con los sofistas de la cultura
clásica) y rechacé sin ninguna clase de escrúpulos a una familia en la que el
que hacía de padre ejercía de alcohólico, y a otra en la que un hombre
trabajaba de inmigrante subsahariano en situación de desempleo. De tal suerte
que terminé optando por una familia bien, de esas que van a misa los domingos y
viven a las afueras en un chalé adosado. Sí, ya lo sé, me estaba aburguesando.
Cuál no sería mi sorpresa al presentarme en la dirección indicada y descubrir
que se trataba de los mismos que habían sido mis padres adolescentes unos años
atrás (de aquéllos para los que yo había hecho de feto, y de hijo, y de nieto).
Me recibió la que fue mi madre y me reconoció enseguida, por las cicatrices. No
dudó en contratarme al leer su carta de recomendación. Me explicó que en cuanto
abandoné mi trabajo (parecía haber olvidado que, en realidad, fue ella quien me
echó), recurrieron a la agencia para que les enviara a alguien que hiciera de
niño adoptado. No querían volver a empezar con otro que hiciera de feto porque
ella seguía muy molesta con el tema de los pezones. Al parecer, el joven que
fue mi padre no consiguió adaptarse al nuevo retoño, hacia el cual fue
desarrollando una especie de animadversión que evolucionó hacia una notoria
inquina. Según aducía, aquel crío no sabía nada de Filosofía, por lo que mi
padre (el muchacho para el que yo había hecho de feto, y de hijo) terminó
marchándose de casa. Como me tomo muy en serio mi trabajo sentí una intensa
desazón, una sensación de angustia y desamparo, al saber que el que había sido
mi padre nos había abandonado. Al verme tan apurado, la que fue mi madre me
confesó que el que fue mi padre no era en realidad su pareja, sino un empleado
que habían contratado en la agencia para que cumpliera tal cometido. Así que,
antes de enzarzarse por culpa del niño en discusiones conyugales que no
hubieran conducido a ninguna parte, la que fue mi abuela había malmetido para
que lo despidieran (al que hacía de yerno y fue mi padre porque yo había
trabajado para él de feto, y de hijo). Por eso eran ahora una familia
desestructurada. Mientras atendía sus aclaraciones, un individuo más o menos de
mi edad pasó saltando a la pata coja detrás de una pelota. La que fue mi madre le
hizo parar en seco, obligándole a saludar. Quería que demostrara ante las
visitas que era un niño adoptado bien educado. Luego le informó de que yo había
sido su primer hijo (de ella), pero que a partir de ahora sería su padre (de
él), pues un padre es una figura que no debe faltar en una familia para evitar
que los niños adquieran traumas. Aquel hombre (mi hijo, mi hijastro) y yo nos
fundimos entonces en un fuerte abrazo y él se mostró aliviado al saber que iba
a tener un padre (uno que hacía de padre) que sabía mucho de Filosofía. Aquella
misma noche, mientras lo bañaba, me confesó su admiración hacia mi persona.
Dijo que yo era una leyenda en la agencia, un punto de referencia para
cualquier buen trabajador que se preciara de serlo.
-¿Y qué ocurrió en esta ocasión? ¿Su mujer (la que hacía de su mujer) y
usted no compatibilizaban...? Vaya poniéndose lívido, por favor.
-¡Quia! Claro que compatibilizábamos. No se trata de eso. Los problemas
surgieron con el crío (el hombre que sentía admiración por mí y para el que yo
hacía de padrastro). Tenía que comportarse como un niño hiperactivo, y yo ya
tengo una edad... La muchacha (mi mujer, la que hacía de mi mujer; bueno...,
aquella para la que yo trabajaba de segundo marido y para la que anteriormente
había sido su feto, y su hijo) lo había empleado no sólo de niño adoptado sino
también como hiperactivo, con el propósito de ponerse a sí misma el listón bien
alto de forma que su labor de madre abnegada la condujera al nirvana del amor
sublimado. Y yo..., ya les digo..., no lo podía soportar. El chiquillo (el
hombre) no se estaba quieto ni un momento, me ponía los pelos de punta; pero
tampoco quería abandonar aquel trabajo porque me faltaba muy poco para la
jubilación y no deseaba estropear con un fracaso mi impecable currículum. Una
noche, mientras mis pensamientos divagaban sobre esa ambivalente pulsión que
representan el Eros y el Tánatos, se me ocurrió una idea a la que
ella accedió de buen grado, pues aunque yo procuraba siempre comportarme como
un padre razonable, la que hacía de mi mujer decía que el niño percibía mi
sentimiento de rechazo. Por eso firmamos un nuevo contrato. Yo trabajaría de
víctima de un crimen. En la agencia -son las normas- me hicieron pasar otro
examen que superé sin aprietos explicando la noción estructuralista
espiritualista sobre el proceso de la muerte humana en contraposición al
fenómeno de la cesación en lo inorgánico argumentado desde el atomismo
epicúreo.
-¡Hay que ver...! Y luego dicen que la carrera de Filosofía carece de
salidas en el mundo laboral. Si no tiene inconveniente, puede ir poniéndose
rígido.
-El resto se lo pueden imaginar. Me entregué para que nuestra relación se
fuera deteriorando a cada momento. Comencé a hacerle la vida imposible, a
encresparla con cualquier tontería. Armamos algún que otro escándalo para que
pudieran oírnos los vecinos (los que trabajaban de vecinos). Me busqué una
mujer que profesara la tarea de amante (de mi amante) y por las noches llegaba
a casa a las tantas, desgreñado y borracho como una cuba. ¡Lo que hay que hacer
para desempeñar bien un oficio! Cuando consideré que nuestra relación de pareja
se había malogrado suficientemente, le propiné una soberbia paliza al niño (al
hombre que hacía de hijo adoptado e hiperactivo y que sentía admiración por
mí). Lo hice por cumplir con mi trabajo, aunque la verdad es que le tenía
ganas. Fue entonces cuando ella me pegó un tiro. Por eso llevo este agujero en
la frente. Siendo ya víctima de un crimen, me presenté en la agencia para que
me pagaran lo convenido. Me felicitaron, como tenían por costumbre, por mi
probada eficacia y perseverancia. Lo malo es que yo creía que ya estaba en
condiciones idóneas para trabajar de jubilado; pero, al repasar los papeles,
nos dimos cuenta de que me faltaban un par de días de cotización. Habíamos
olvidado un pequeño paréntesis en mi historial laboral durante la época en que
hacía de crash test dummy. Y ahí tienen el motivo por el que me
propusieron este encargo breve de cadáver para autopsias, que me ha venido como
anillo al dedo.
-¡No hay más que hablar...!, el puesto es suyo. La verdad es que nos ha
sorprendido muy gratamente su preparación en idiomas. En lo que a nosotros se
refiere, ya estamos listos. No sea impaciente y evite iniciar el proceso de
putrefacción. Comenzaremos por serrar la bóveda craneal. Disculpe si nos
encuentra un poco torpes; es la primera vez que nos llaman para hacer de
médicos forenses. Hasta ayer mismo actuábamos de mascotas exóticas en casa de
un notario (de uno que trabajaba de notario). Mi función era de cacatúa, y la
de éste, de ornitorrinco.
-No se preocupen por mí. Toda la vida es por esencia dolor. Cuanto más
elevado es el ser más sufre... La vida del hombre no es más que una lucha por
la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería
incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan
las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural de dolor, que se
resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo y después morir...
Lo dijo Schopenhauer, ¿saben? Por cierto, si quieren..., les echo una mano con
la autopsia.
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