domingo, 12 de marzo de 2017

TÉ NEGRO


          —La alegoría del té: omnipresente en las narraciones de las más afamadas «damas del crimen» —disertó Matías. Sonreía dulcemente viéndome llegar con la tetera humeante—. Agatha Christie, Elizabeth George, Ruth Rendell... Las pesquisas encaminadas a desenmascarar al culpable parecen rondar la sesera del detective de turno hechizadas por la cadencia que imprime la cucharilla cuando vira y vira lamiendo la porcelana —agregó mientras vertía, deleitado, unas gotitas de limón.

—Estoy completamente de acuerdo, mi amor.

Me dejé caer sobre el sofá enervada, hastiada de soportar durante tantos años las peroratas de aquel engreído. Crucé las piernas y aguardé expectante, anhelando que el tósigo derramado sobre su taza fuese insípido y letal. Aferré mi vaso de whisky y lo vacié de un solo trago.

—Sin embargo —prosiguió Matías con su acostumbrado porte ensoberbecido—, los ilustres «varones» del género negro decantan sus preferencias por la figura del alcohol. Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy...: sus protagonistas recios e indolentes parecen desgranar con cada sorbo de bourbon una astuta reflexión capaz de solventar la complejidad de la trama.

—Así es, cariño.

Matías frunció el ceño y calcó mis movimientos izando una pierna sobre la otra. A continuación clavó en mis ojos una mirada que interpreté como perversa e inquietante y, un tanto agitado, insistió en que apurara el vaso.

Fui ágil y enseguida caí en la cuenta: sin duda, también Matías había emponzoñado mi bebida, con toda probabilidad mientras yo ultimaba los preparativos del té. Él había de tener siempre la última palabra.

Rehusé esperar la aparición de los primeros síntomas. Le rompí la botella de whisky en la cabeza. Era un pedante. Un pedante inaguantable. Un cabrón.

He contado a la policía que fue en legítima defensa, que él trató de envenenarme emulando alguna de esas novelas de intriga por las que sentía una innegable obsesión. El hombre que me ha interrogado era menudo y rechoncho. Matías diría que más acorde con el Hercules Poirot de Agatha Christie que con el Philip Marlowe de Raymond Chandler. Una curiosidad morbosa me ha hecho estar atenta para ver si pedía bourbon o si prefería té, pero le han traído un cortado. Luego me ha dicho, con cara circunspecta, que los del laboratorio no han hallado ninguna droga en el vaso de whisky. 

—¡Por supuesto! —he aclarado en tono indulgente—: era su vaso; yo tomaba la taza de té.


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