Yo atendía con interés tu entusiasta disertación sobre las propiedades
de aquella crema antiarrugas. Estabas empeñada en que se la regalara a
mi esposa. Cuando llamaste a la puerta quise decirte que vivía solo,
pero tu expresión entre solícita y apenada me dejó sin habla. Han pasado
varias semanas y, la verdad, me haces mucha compañía. Lo mejor es que
te quedes. Aunque he de hacer sitio en el armario. Tal vez… encogiéndole
las piernas al vendedor de seguros.
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