Papá solía morirse dos veces al día. Casi siempre por las calles del
centro. La multitud se aglutinaba alrededor mientras yo me encargaba de
las carteras. Mi hermana pequeña, de los bolsos. Entonces al menos
sacábamos para ir tirando. Pero llegó una época en la que tenía que
morirse quince o veinte veces diarias a cambio de una billetera vacía o
unas ridículas monedas. Luego hubo un tiempo en que todos pasaban de
largo. Hasta que algunos individuos volvieron a detenerse. Lo hacían con
disimulo para vaciarle a papá sus bolsillos. Ahora ni siquiera hay
gente. Nos limitamos a huir de los perros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario