Mi hermana Adela ha experimentado
una mejoría prodigiosa desde que nos trasladamos a este pacífico lugar. Ahora
mismo estoy convencida de que es una niña feliz. Yo también podría serlo si no
fuera por... el problema.
Adela ha encarado con denuedo su
fatídica enfermedad. Al principio le negaron toda esperanza. Dijeron que sus
fuerzas se irían disipando lánguidamente al compás de cada uno de los vahídos
de su respiración, que ese extraño mal de la sangre se había infiltrado en ella
como una larva voraz y la iría consumiendo desde dentro.
Nos aconsejaron que partiéramos del
arrabal porque el humo ceniciento de la chimenea no hacía ningún bien a la
niña. Quién sabe si, tal vez, no era el causante de tan misteriosa dolencia.
«¿El humo de la fábrica es el gusano, papá?», preguntó a la salida del
hospital, abatida en su silla de ruedas. Una semana después nos veníamos a
vivir al campo. Aunque parezca mentira, en unos días Adela recuperó el gesto
vivaz y el color sonrosado de los labios, y con cada vahído de su respiración
se esclarecía el fulgor celeste de su mirada.
«No más de tres meses...», habían
sentenciado los médicos. Y el gusano le iba devorando las entrañas a mi
hermana. Y a mí el llanto amargo de papá me devoraba el alma. Pero ahora, desde
que arraigamos en este hermoso paraje, Adela va redimiendo su risa alegre, a
veces algo chillona, retoñan poquito a poco sus ensortijados cabellos de color
azabache y por las noches ya no gime de dolor, pues su sueño se ha hecho tan
hondo como reposado.
Ayer recorrimos juntas la vega del
río. Solas, Adela y yo. Y el olor a tierra escarchada en la flor del espliego.
Adela volvía a sentirse dichosa. Yo también podría serlo si no fuera por... el
problema.
El problema, el jodido problema,
radica —¡maldita sea!— en que se me ha agotado el matarratas. Y Adela renace
como un demonio al compás de cada uno de los vahídos de su respiración. Y a mí
cada vahído de su respiración me va devorando el alma.
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